Imagínese, lector amante del ciclismo, que tiene 20 años y debuta en el ciclismo profesional. En su primera París-Niza gana dos etapas y hace segundo en dos más. En el Tour de California se lleva dos victorias más y en Romandía, una. Al año siguiente, gana dos parciales del Tour de Suiza, otros dos y la general del Tour de Polonia, y tres etapas más de la Vuelta a España. Deténgase un momento, haga memoria y recuerde sus victorias: en más de un sprint, ha demostrado una superioridad tan aplastante que los jueces se han visto obligados a picar tiempo entre usted y el segundo clasificado. Ahora piense en todos los elogios que recibe. Gana con tanta facilidad que se podría decir que le cuesta menos montar en bici que a los demás. Su bicicleta parece más liviana, las cuestas menos empinadas, incluso parece que la meta esté más cerca para usted que para los otros.
Compite en la élite del ciclismo y tiene más éxito que la mayoría. Con 22 años no para de ganar. Debuta en el Tour de Francia ganando 3 etapas y el maillot verde de la regularidad. Inevitablemente, su nombre empieza a sonar como máximo favorito para cualquier clásica de primavera. Ese año no gana ninguna, pero se convierte en un fijo del top 5. “Es joven, tiene tiempo para ganar muchos monumentos”. Al año siguiente, se lleva clásicas importantes, pero ningún monumento. Al siguiente, igual: su regularidad es insultante, siempre compite para ganar, pero algo está cambiando, su olfato matador ya no es el de antes.
Y llega 2015: segundo, segundo, tercero, segundo, cuarto… Le siguen elogiando, porque es protagonista de casi todas las carreras en las que participa, pero se está labrando una fama que nadie quiere tener en ciclismo: la de segundón. Durante todo el año le cuesta horrores ganar. Siempre está ahí, pero casi siempre chuta al poste. Se lleva alguna etapa y la celebra como si fuese el primer triunfo de su carrera. ¡Cómo saben las victorias cuando van tan caras! Segundo, tercero, cuarto, segundo, segundo… Dos etapas en California, pero también tres segundos y dos terceros; dos etapas en Suiza, pero también dos segundos y un cuarto. Y, entonces, llega el Tour. ¿Qué sensaciones tiene? ¿Qué le pasa por la cabeza? ¿Se siente ganador o a estas alturas le pesan más todas las veces que ha perdido? ¿Se le ha olvidado cómo se gana? ¿Ha aprendido algo de las derrotas?
Ésta es la fascinante historia de Peter Sagan, la de un corredor que ha tenido que reinventarse, a pesar de tener solamente 25 años. Poco queda ya del ciclista que ganaba sin querer, el mismo que celebraba las victorias humillando a sus rivales, casi nada se intuye ya del gamberro inmaduro que tocaba culos de azafatas en los pódiums. Ahora Peter Sagan se presenta al Tour con un mar de dudas y las disipa de la mejor manera: rodando siempre en cabeza, esprintando con todo – aún sabiendo que tiene las de perder-, atacando cuando nadie lo hace, escapándose siempre que puede, jugándose la vida en los descensos, dando espectáculo en todo tipo de carreteras y siendo, para muchos expertos y aficionados, el mejor del Tour, sin vencer una sola etapa. Se dice, en ciclismo, que nadie se acuerda del segundo, pero cuando uno queda entre los 10 primeros en 12 de las 21 etapas del Tour -5 segundos puestos-, la frase deja de ser cierta.
Y lo más importante es que esta nueva manera de correr, no solo le ha devuelto el instinto ganador, sino que le ha convertido en un corredor impredecible. En el mundial de Richmond muy pocos hablaban de Sagan. Se decía que Stybar y Van Avermaet intentarían romper la carrera y que, en caso de no lograrlo, aquello se lo llevarían Kristoff, Degenkolb o Matthews. Y que Sagan quedaría segundo. O tercero. O cuarto. Nadie pensó que tal vez Sagan tenía otro plan, que se adelantaría a los acontecimientos y que atacaría en la última subida, persistiría en un breve llano para que nadie le recuperara los 3 metros conseguidos y se dejaría llevar en la bajada para ganar en solitario y celebrar la victoria como se merecía: con tiempo, con un sonrisa de satisfacción en la boca, bajándose de la bici justo después de cruzar la meta para regalar su casco a los aficionados y para chocar la mano con todos sus rivales, porque en el deporte de élite también cabe reconocer cuando otro ha sido superior, y de eso Sagan ha aprendido bastante este año.
No sabemos si Sagan logrará sobreponerse a la maldición del maillot arcoíris, pero lo que sí sabemos es que se presenta a la temporada 2016 con la madurez del deportista que ha ganado y ha perdido mucho. Mala noticia para sus rivales.