A la sombra de un gigante permanece, sigiloso y camuflado, cientos de metros más abajo. Aguardando a mostrar su furia a quienes ni siquiera conocen su nombre. Deseoso de golpear a quienes su mirada altiva solo les permite fijarse en su hermano mayor. Es el Telegraphe.
Siempre menospreciado por encontrarse mil metros más abajo que la cima del Galibier, el Col du Telegraphe fue incluido por primera vez en el Tour de Francia de 1911. Eran sin duda otros tiempos. Aquel 10 de julio, los 74 superhombres que decidieron desafiar a sus cuerpos en aquella jornada, debieron recorrer más de 350 km, alcanzando las cimas de puertos hoy míticos, entonces desconocidos, como Aravis, Lautaret, Galibier…y Telegraphe. El vencedor de la etapa, Émile Georget, llegó a meta tras casi 17 horas sobre la bicicleta. Aquel día cerca de 15 corredores decidieron abandonar. Los Alpes habían llegado al Tour.
Al día siguiente, el entonces director, Henry Desgrange, pronunció uno de los discursos más recordados de la historia del Tour: «Hoy, hermanos, estamos aquí reunidos para dar gracias a la divina bicicleta. No sólo le debemos nuestra gratitud más piadosa por el precioso e inefable amor que nos ha dado, sino también, por la multitud de memorias sembradas a lo largo de toda nuestra vida deportiva y que hoy se han hecho más sólidas”. El Tour había descubierto los Alpes, había descubierto el Galibier.

Ya desde entonces, el Telegraphe permaneció a su sombra, escondido bajo un nombre que minimiza todo a su alrededor. Su dureza parece dormida, pasiva, mundana y asequible. Una serpiente de asfalto repta por las colinas de Saint Michel de Maurienne esperando sigilosa a su presa. Y hace casi seis meses su presa fuimos nosotros. Un servidor y su galante BH nos disponíamos a acometer el ascenso al Galibier previo paso por el Telegraphe. Anteriormente la Oz en Oissans, el Col du Glandon y la Croix de Fer nos habían visto pasar por sus cimas. Las piernas, aún livianas, y nuestra mente solo podían escuchar un nombre: el Galibier. Aquellas sílabas resonaban como un eco impasible mientras inconscientemente comenzábamos a ascender el que sería sin duda el puerto más duro de aquel día: el Gal…no, en realidad, fue el Telegraphe. La monotonía de su frondoso bosque, la ausencia de puntos de referencia, la desmoralizadora regularidad de sus rampas e incluso, el abochornante calor que suele azotar a quien decida acometer semejante reto, son motivos más que suficientes para que el nombre de este hermano pequeño quede siempre en nuestro recuerdo y en el de nuestras piernas. La alegría de vislumbrar su cima en aquella recta interminable fue una sensación posiblemente equiparable a la de coronar los 2645 metros de aquel que le hace sombra. Aun hoy resulta emocionante recordarlo, recordar como las miles de gotas de sudor vertidas en sus rampas quedarán grabadas en su asfalto para siempre. Un asfalto que nunca debió ni deberá ser menospreciado.