“Cuando me caí lo vi todo perdido”. Esas eran las palabras de Arnaud Demare cuando, segundos después de alzar los brazos en la vía Roma, aún permanecía incrédulo. En una Milán-San Remo descafeinada y con una ascensión al Poggio -Kwiatowski aparte- más light que en pasadas ediciones, una caída estuve a punto de acabar con las opciones de un Demare con el que no muchos contaban.
Sagan, Matthews, Gaviria, Van Avermaet -impulsado tras su triunfo en una Tirreno Adriático venida a menos sin la ascensión al Terminillo- o Boasson Hagen eran las opciones más evidentes, las apuestas más seguras. El recorrido invitaba a confiar en ellos. Muchos kilómetros -más de 300 con la neutralizada- y las ya legendarias ascensiones al Poggio y a la Cipressa invitaban a pensar que sería uno de estos todoterreno quien se alzara como rey del primer monumento de 2016. Solo una genialidad de Cancellara, Kwiatowski, Nibali o Valverde en las últimas cotas podría dar de bruces con el guion establecido: un sprint de los hombres más fuertes y que mejor supieran sobrevivir.
Pero lo cierto es que si de sobrevivir hablamos, Demare fue -además de ser el más fuerte en el sprint- el más hábil. Caído a falta de 25 kilómetros en una montonera que afectaría también a Matthews (Orica-Scott) y Thomas (Sky), el de FDJ despertó rápido y con la ayuda de varios compañeros -alguno dice que también de algún que otro vehículo a motor- volvió al grupo en las faldas del Poggio. La carrera había marchado lenta. Sagan y Van Avermaet se sabían poderosos en el sprint final y sin Matthews ni Thomas en el grupo, Sky y Orica -protagonistas hasta el momento- dejaban la cabeza del pelotón a expensas de la llegada de sus líderes. El rítmo decrecía de forma inversamente proporcional a las opciones de un Demare que, extenuado, sufría en las rampas de la última y más mítica cota: el Poggio di San Remo.
Kwiatowski parecía ser el único valiente que probaba fortuna. Aceleraba en los últimos metros y era Nibali el que, en una labor más absurda que valiente, quien hacía el trabajo a los velocistas y daba caza al polaco tras un arriesgado descenso.
Las miradas se sucedían y, casi inconscientemente, los ojos pasaban a buscar qué sprinters habían pasado o no una descafeinada ascensión al Poggio. Demare, Kristoff, Gaviria, Viviani… Sagan y Van Avermaet habían jugado con fuego y habían acabado quemándose. Sin grandes aceleraciones ni exigentes cambios de ritmo, eran muchos los contendientes que buscaban su oportunidad en las calles de San Remo.
Consciente de no ser el más rápido, Cancellara probaba fortuna. A su rueda, Sagan, Van Avermaet y Boasson Hagen, esos que por los avatares de la carrera habían pasado de ser los principales favoritos a ser presa fácil de verdaderos monstruos del sprint.
Lo intentaron, pero tarde. Neutralizados, una nueva caída acabaría por decantar la balanza hacia aquellos que, en San Remo, no eran, ni de lejos, los máximos aspirantes. Bandazo hacia la izquierda y Fernando Gaviria besa el suelo. Cancellara hace lo propio y Sagan, en un nuevo alarde de su enorme habilidad sobre la bicicleta, lo evita aunque pierde cualquier opción de disputar el triunfo. Van Avermaet, a rueda de Sagan, bastante tiene con no evitar la consiguiente quemadura contra el asfalto.
El día invitaba a soñar a quienes ni aspiraban a imaginarse alzar los brazos. Más aún, invitaba a soñar a quien, 25 kilómetros antes había dado con sus huesos en el suelo y tras un esfuerzo sin igual había vuelto al grupo justo antes de iniciar el ascenso al Poggio. Demare, a rueda de Roelandts y Swift, lanzó su rush a 150 metros del final. La Milán-San Remo ya tenía nuevo héroe.