Si para algo ha servido esta Vuelta a España 2016 es para confirmar que las etapas con final en las denomidas «cuestas de cabras» representan un modelo agotado. Hace unos años podían resultar atractivas, innovadoras o emocionantes, pero ya no. Ahora, para gran parte de lo aficionados y de los propios ciclistas, los finales de etapa en cuestas imposibles resultan tediosos y aburridos; apenas hay diferencias entre los favoritos, que están más pendientes de mantenerse a rueda que de atacarse. Estamos muy cansados, y creo que aquí hablo por mucha gente, cuando digo que ya no nos entretiene ver a lo ciclistas retorciéndose sobre sus bicicletas intentando mantener el equilibrio. Eso no es ciclismo.
Desde el año 2010, los recorridos de la Vuelta a España se han caracterizado por tener, a lo largo de la carrera, varios finales explosivos con rampas exageradamente altas: el Mirador de Ézaro, la Camperona, el Cuitu Negro, Peña Cabarga…etc. Sin embargo, y pesar del gran número de etapas que han finalizado en «cuestas de cabras» en las últimas ediciones de La Vuelta, ¿cuáles han sido las etapas más espectaculares de la carrera española en estos últimos años? La respuesta es casi unánime: Fuente Dé 2012, Cercedilla 2015 y Formigal 2016. Creo que no me equivoco cuando digo que ninguna de estas etapas contenía una rampa mayor al 10% de desnivel. En Fuente Dé, Contador atacó a 50 kilómetros para el final en un puerto de segunda, el Collado la Hoz. En la etapa de Cercedilla del año pasado, Aru y Landa reventaron a Dumoulin en la Morcuera, un puerto duro, de primera categoría, pero sin ser una subida con una rampa que supere el 11%. Y hace unos días, en la jornada con final en Formigal, Contador dinamitó la carrera de salida en un repecho cualquiera; ¿habría tenido el madrileño la mismca actitud si la etapa, en vez de acabar en Formigal, hubiera acabado en una subida como la Camperona? Creo que no. Las «cuestas de cabras» limitan el espectáculo: los ciclistas no se atreven a jugársela de lejos, sabedores de que pueden perder toda la ventaja lograda en un hipotético ataque lejano en un final como Ézaro o Mas de la Costa. Y, cuando llegan a estas subidas, los ataques brillan por su ausencia; los corredores usan gran parte de sus fuerzas en intentar mantener un buen ritmo y, además, los pocos ataques que hay no suelen llegar a ningún lado.
Sin embargo, y a pesar de que es una evidencia que las etapas más espectaculares de La Vuelta han tenido lugar en jornadas de media-alta montaña, la organización de la carrera sigue empeñada en incluir año tras año varias etapas con finales imposibles, argumentando que este modelo ha traído éxitos, mucha repercusión y emoción para la carrera. Pero, ¿es esto así? Cierto es que La Vuelta lleva unos años muy buenos en lo que a estos factores se refiere, pero pienso que esto se debe más a la ubicación de la ronda española en el calendario: al estar situada en septiembre, La Vuelta es el segundo gran objetivo para los ciclistas que han corrido el Giro de Italia, mientras que para las hombres que provienen del Tour de Francia supone una oportunidad para rematar la temporada, como ha sido el caso de Froome este año, o una opción de arreglar una mala actuación en julio, como Quintana. Este conjunto de factores, sumado a que nos hayamos a final de temporada -donde la fatiga es alta y las fuerzas suelen estar igualadas- hace que la emoción se mantenga hasta el final.

Ya basta de repechos imposibles, de rampas inacabables y de puertos infernales. Si La Vuelta sigue diseñando recorridos donde los finales en «cuestas de cabras» sean predominantes, muchos corredores dejarán de venir a la gran ronda española. David López, el ciclista español del Sky, dio un aviso el otro día: «los corredores están deseando que La Vuelta acabe para no volver». Es hora de cambiar.
A los que no les guste la montaña deberían dedicarse a la pista