La soledad. Esa inmunda sensación tan opuesta a la victoria. Ese gemir rabioso al vacío cuando nadie te observa, nadie te mira, nadie te ayuda. El extraño cosquilleo que recorre tu cuerpo mientras solo queda seguir, seguir solo. El susurro de tu conciencia te impide hacerlo convencido. La confianza en ti mismo te abandona también y solo te queda un molesto silencio. Oyes hasta el eco de tus latidos y las pausas de tu respiración. Estas solo. Delante algunos y detrás otros, pero contigo nadie. Nadie a quien pedir apoyo, nadie que vaya a apoyarte. Tu ilusión marcha ya lejos de ti. Eso que te hacía romper los pronósticos y seguir aun con el miedo de ser inferior al resto, sencillamente se había esfumado. Se esfuman fuerzas, se esfuman sueños y se esfumó La Vuelta. Quizás de la manera más cruel y quizás de la manera más impensable, el maillot rojo que tan valientemente había defendido, desaparecía la penúltima etapa de las espaldas de Tom Dumoulin.
Holandés alto y espigado. Contrarrelojista en sus adentros, futurible vueltómano y reconvertido escalador capaz de ganar al mismísimo Chris Froome en la Cumbre del Sol. Corto en palabras y gigante en sueños. Sueños que a punto estuvieron de cumplirse. Utopías que por poco no fueron realidad.
Dumoulin vestía de rojo y solo una etapa le separaba de vestirlo también en Madrid. Guadarrama y su prominente sierra iban a ser los últimos escollos de un joven neerlandés que había solventado con nota desafíos mucho mayores. Etapas de alta montaña como la disputada en Andorra o la que finalizaba en la Ermita del Alba habían servido para revelar al mundo unas cualidades escaladoras hasta el momento escondidas. Lo ratificó aun más en la Quesera y en Ávila, incrementando aún en tres segundos su diferencia con su más inmediato perseguidor: Fabio Aru. El italiano de Astaná lo había probado en las rampas del puerto guadalajareño y en las adoquinadas calles abulenses pero el resultado no había sido el más prolífero. Los tres segundos que separaban al sardo de asaltar el liderato ahora eran seis.
Una bala restaba aún. Un último disparo. Una última oportunidad. Precisión, inteligencia y valentía debían conjugarse en Aru y en su todopoderoso Astaná si querían materializar con éxito esta última opción. Por delante cuatro puertos, cuatro ascensiones de la Sierra de Guadarrama y un último descenso camino de Cercedilla para poner fin a la carrera. Primero Navacerrada, Morcuera en sus dos vertientes y Cotos ya al final eran lo único que separaba a Dumoulin de un triunfo que sin duda había merecido. El holandés había demostrado ser indestructible en las últimas ascensiones y calculador en el esfuerzo. El líder se encontraba más que cómodo en el repetitivo escenario que sus rivales habían ejecutado al unísono durante toda la Vuelta. Ataques ya en las vallas, que más que ataques parecían sprints. La pérdida del holandés era ínfima. Sabido era que el de Astaná solo necesitaba unos segundos, pero ahora, con un final en bajada y con la tendida ascensión a Cotos como último puerto. Esa opción no parecía ni de lejos la más viable. Batirle requería, por tanto, salirse del guion. Solo eso le quedaba por probar a un Aru harto de atacar al joven centroeuropeo en las ascensiones finales. Solo eso podría hacer descarrilar a una máquina tan perfectamente engrasada y regulada como lo era Dumoulin.
Astaná, consciente de ello, actúo en consonancia. De salida colocó a dos corredores en la fuga. Zeits y el murciano de Mula Luis León Sanchez se entremezclaban en un grupo grande que conjugaba tanto cazadores de etapa como hábiles gregarios. Allí no metió a nadie Giant. La escuadra del líder prefirió arropar a su pupilo, esperando a serle de utilidad conforme avanzara la etapa. Así, sin mayor novedad que el ataque de un temerario pero a la postre vencedor Rubén Plaza, se desarrolló la primera mitad de la etapa. La calma antes de la tormenta reinaba en un pelotón al paso de Navacerrada y la primera ascensión a Morcuera. La marea celeste, aguardaba tras los hombres del Giant su momento, su instante, su puerto. Este debía ser Morcuera. Su vertiente norte, la que asciende desde Miraflores, más dura que la que habían ascendido kilómetros antes, parecía ser la única ascensión con suficiente entidad para hacer sufrir al líder. Las rampas, superiores en determinados momentos al 10 %, invitaban a probarlo, de la misma forma, que la distancia a meta, casi 50 km, parecía ser un freno, casi insalvable para el conservadurismo del ciclismo actual.
El ataque de los Astaná sobrevolaba el pelotón. Pocos dudaban de que iba a ser Morcuera el lugar elegido. Dumoulin aguardaba, con unas pulsaciones que, más que por el ritmo, se alteraban al son de sus propios nervios. Aru, en la sombra, y siguiendo con detenimiento los gestos de Dumoulin, daba luz verde a su equipo y el plan comenzaba a trazarse.
Dario Cataldo, vencedor en el inexpugnable Cuitu Negru, era el primer Astaná en comandar el grupo. El italiano, ex del Sky de Froome, sabía perfectamente como actuar. Su ritmo, aún moderado, servía para eliminar a todos los lugartenientes del líder. Incomprensiblemente y de una manera abrumadoramente sencilla, el Astaná había dejado solo a Dumoulin. La primera parte del plan había sido completada con éxito. El holandés estaba ahora solo. Ya lo había estado en otras etapas. Esta era diferente sí, pero para doblegarle haría falta algo más que hacerle sentir en la más profunda de las soledades.
El pinganillo volvía a llamar a las piernas de Mikel Landa. El alavés, vencedor en la mítica etapa de Andorra, debía hacer un último servicio a la escuadra kazaja antes de hacer las maletas camino del Sky británico. Con la rabia de quien ha visto como se han trabado sus éxitos desde su propio equipo, el joven vasco arrancaba más fuerte que nunca. Su líder, a diferencia del Giro, se sentía fuerte y confiado, y aprovecharlo era de obligado cumplimiento. Su ritmo, exigente como pocos, estiraba el grupo. Las consecuencias no tardarían en sucederse. Valverde cedía completamente, mientras un ahogado Dumoulin quería regular unas fuerzas que ya no tenía. Se encontraba solo y casi sin querer, un pequeño hueco parecía abrirse entre su rueda y la de su más inmediato rival. Aru lo veía. Era consciente. Era el momento.
Con más fuerza que nunca y con el ataque de Alberto Contador en Fuente Dé en mente, Aru arrancaba. Lo hacía apretando los dientes. Lo hacía a casi 43 kilómetros de meta y lo hacía sin mirar atrás. A su rueda se agarraban solo Majka y Quintana. El resto se mostraba atónito, tras la rueda de Dumoulin, ante lo que estaba aconteciendo. Aquello ya no era regular, era sufrir. El holandés, ataviado aún con La Roja miraba hacia atrás buscando un apoyo que evidentemente no iba a llegar. Aún con gente a su rueda estaba solo. Más que nunca en esta Vuelta y justo en el peor momento.
Lo que en un principio fueron unos metros, pronto fueron segundos. Dumoulin no podía y sus pedaladas cada vez seguían un compás más pausado, más adagio. Landa lo veía y lo sabía. Sabía que dejar solo al holandés podría ser su tumba ciclista. El alavés se sentía fuerte y poderoso. De sus piernas había emanado uno de los momentos más espectaculares de la historia reciente de la Vuelta y quería continuar su cometido. Un nuevo ataque, este más seco y contundente que cualquiera en su carrera, bastaba al de Murguía para dejar de rueda al holandés y marchar en busca del trío de favoritos que marchaba apenas diez segundos por delante. Dumoulin, incrédulo, miraba su arrancada. Una silueta celeste volaba ante la mueca desencajada de un holandés hasta el momento nunca antes errante.
La situación no obstante, aún iba a complicarse más. Purito, Chaves y Mikel Nieve, lejos de quedarse a rueda del líder, buscaban seguir la estela de Landa. El líder se desmoronaba por momentos. Levantándose sobre su bicicleta, como queriendo hacer fuerza con cada músculo de su delgada figura, Dumoulin se hundía al paso por la cima.
Casi 20 segundos de pérdida. Esa era la distancia que separa al hombre del Giant de controlar una situación, que esta vez sí, parecía incontrolable hasta para él. Cotos era un puerto pajarero, de esos que conviene subir acompañado, y arriesgar en el descenso era la única forma de lograr semejante objetivo. Dumoulin lo hizó. Plegó su cuerpo en cada curva, aceleró al salir de cada herradura y trazó de manera impecable. Sus riesgos parecían tener sus beneficios. A falta de 1 kilómetro para finalizar el descenso, eran nueve los segundos de pérdida. El salvavidas a su desfallecimiento estaba a la vista. Consciente de ello, se ponía de pie sobre su bici y la lanzaba con rabia y arrojo. Luchaba en el vacío no obstante. Su tumba ya había sido cavada. El plan de los kazajos, perfectamente ideado, estaba a punto de dar al holandés el mazazo definitivo
Dos tiburones, en forma de hombres celestes, eran engullidos por el grupo de Aru. Luis León Sanchez y Andrey Zeits eran ahora dos apoyos más para el joven sardo y dos escollos más, ahora sí insalvables, para el entonces maillot rojo. La distancia entonces ya solo hizo aumentar. Creció tanto como la sonrisa de Aru. Cada vez más fuertes y conscientes en todo momento de estar haciendo algo histórico, los cuatro hombres de Astaná se relevaban con un poderío que hacía ya muchos kilómetros que Dumoulin no tenía.
Poco importaba ya perder el pódium, acabar cuarto o sexto. La Vuelta de sus sueños, con la que llevaba soñando tantos y tantos días se acababa de ir para siempre. Su pedalear lento y pausado en la ascensión de Cotos quedará ya para el recuerdo, de la misma forma que la ejecución de una de las estrategias de equipo más exitosas y legendarias.
En nuestra memoria y en nuestras retinas quedarán ya durante años el ritmo de Cataldo, la aceleración de Landa y el definitivo ataque de Aru. Quedarán allá donde reside el ciclismo de leyenda, aquel capaz de hacernos ver durante casi seis horas una etapa sin apenas levantarnos del sofá, aquel capaz de hacernos vibrar, sentir, gritar y emocionarnos. Emocionarnos con las lágrimas de Dumoulin, con los gritos de Aru, con los aplausos que el público de Madrid brindó al holandés, con los reconocimientos que el sardo regaló a quien fue un más que digno rival. Emocionarnos con lo que al fín y al cabo, es el ciclismo: coraje y leyenda.