El rugir de la gente. Los gritos incontrolables de miles de personas se entremezclan a tu paso y ni siquiera eres capaz de distinguir más que tu nombre. El aire parece tener vida, parece querer latir. Lo hace al ritmo de sus corazones, de quienes te apoyan y de quienes aún no haciéndolo saben reconocer tu esfuerzo y tu sacrificio. Las rampas parecen menos rampas y los puertos parecen menos puertos. Ser leyenda o intentarlo al menos comienza a ser una opción. Sus gritos te lo piden, te lo exigen, te lo suplican. Sus caras, sus rostros anhelan que sean tus piernas las que les hagan sonreir, vibrar, saltar, llorar y emocionarse. Emoción. Ese componente tan olvidado por algunos en el ciclismo actual. El componente emocional. La capacidad de los corredores para parecer irracionales, para lanzar órdagos aún con las peores cartas, con las peores expectativas, simplemente por las ganas a volar, por ser emoción.
En la penúltima etapa del pasado Tour de Francia, el componente emocional, tan pocas veces visible en el mal llamado “ciclismo moderno”, volvió a salir a reducir. Lo hizo de la mano, esta ocasión, del equipo Movistar. Criticados durante toda la ronda gala por no ser todo lo agresivos que debieran, alcanzaban la última etapa (a falta del paseo triunfal por las calles de París) con dos de sus hombres en el pódium y con un botín más que suficiente: segundo y tercero en la clasificación general, maillot blanco al mejor joven y un valioso primer puesto en la clasificación por equipos. Aspirar a más resultaba simplemente soñar demasiado. Con un Froome inquebrantable tanto en Pirineos como Alpes, el anhelado maillot amarillo se situaba a más de 2 minutos y medio de las piernas de Nairo Quintana y a casi 5 de las de Alejandro Valverde. Razonablemente había más que perder que ganar, eso era evidente. Con un Nibali crecido y a tan solo 1 min y 19 segundos del tercer puesto del murciano, la opción para muchos entendidos pasaba por conservar y pelear por lo ya conseguido. Una opinión, la opinión de quienes conocen y admiran este deporte, pero eso sí, sin componente emocional.
Con el miedo a que Alejandro volviera a perder un pódium que históricamente le había resultado esquivo, salía la vigésima etapa de la ronda gala. Por delante 110 km y dos ascensiones míticas como pocas: Croix de Fer y Alpe d’Huez. Una etapa corta y que no invitaba a grandes exhibiciones. El Movistar, atento, apenas abandonaba la cabeza de pelotón. Vigilantes, sus corredores parecían aguardar una tormenta. Una tormenta de amor por este deporte, por sus desafíos y por el público que los promueve y los alimenta.
A falta de casi 50 km para el final, las piernas de Alejandro Valverde, uno de los que a priori debían ser uno de los protagonistas en esta penúltima etapa del Tour, se activaban sin parangón alguno. Con varios corredores fugados por delante, el murciano arrancaba sin mirar atrás. Se marchaba del pelotón en un movimiento que como poco extrañaba. Tras diez años de su primera participación en el Tour, allá por 2005, estaba a solo 50 km de conseguir su sueño de subirse al pódium de París y arriesgarlo todo de esta forma no parecía lo más inteligente. Las miradas y los comentarios en el grupo principal no tardaron en producirse. Nibali, su rival por la tercera plaza, se llevaba la mano a la radio: “¿Ese es Alejandro? Me ha parecido ver su maillot de campeón de España. ¿A dónde va?” le decía Il Squalo a su director. El Sky por su parte ni se inmutaba. La disposición del grupo no variaba y seguía siendo Geraint Thomas quien conducía la ascensión.
La diferencia de Alejandro rondaba los treinta segundos cuando un nuevo arreón se producía por detrás. Una silueta blanca y de tez oscura, algo pequeña y de rostro insensible, bailaba a un compás más rápido. Nairo Quintana había decidido probar fortuna en las últimas rampas de la Croix de Fer. El liderato de Froome estaba en jaque. El británico no había respondido al ataque y era Richie Porte, su fiel compañero, quien luchaba por marcarle un ritmo que acercara a su líder a los dos hombres de Movistar.
Como si de un ciclismo de otra época se tratase, la carrera estaba completamente rota a 50 km de meta. Alejandro y Nairo por delante y Richie Porte con Froome y Nibali por detrás. El resto habían cedido y coronaban con algunos segundos perdidos la primera dificultad de la jornada.
El descenso fue vertiginoso, pero un corajudo y habilidoso Nibali había logrado enjugar la diferencia. Ahora eran cuatro los hombres de cabeza, los cuatro primeros de la general. El movimiento ya no interesaba y el parón era incipiente. Reagrupamiento y todo, menos el corazón y las piernas, como al principio.
Froome no estaba bien, eso era evidente. A no ser que fuera el mejor estratagema de la historia y hubiera jugado sus cartas mejor que nadie, no lo iba a pasar bien en Alpe d’Huez a poco que hubiera algún cambio de ritmo. Casi sin quererlo los corredores, tras un rápido descenso, se habían plantado al pie de la legendaria montaña, junto a la localidad de Bourg d´Oissans. Sus primeros kilómetros son, sin duda, los más duros, y fue ahí donde Movistar volvió a honrar a los episodios más míticos de este deporte. Alejandro volvía a lanzar la carrera y desarbolaba el grupo. Con Nibali KO por pinchazo y el desgaste acumulado tras su infatigable aventura del día anterior, el murciano corría sin miedo. Se sentía fuerte y lo aprovechaba. En la Croix de Fer había sido él quien había iniciado la batalla y aquí volvía a hacerlo. Un nuevo ataque y los SKY, ahora sí, salían tras él. Su intento duró 500 metros, los suficientes no obstante para que Froome se quedara solo con Richie Porte. Ni Geraint Thomas, ni Nicolas Roche ni Leopold Konig ni Wouter Poels. Solo el australiano tirando del grupo de los favoritos. Valverde era cazado y una silueta blanca volvía a hacer acto de presencia.
De pie sobre sus pedales y con su escasa estatura, Nairo Quintana volvía a probarlo. Lo hacía ahora más fuerte que nunca. Con toda la rabia de quien a pesar de darlo todo quiere más. Con la mirada de quien odia perder. Con el ímpetu de quien históricamente solo puede vencer. Y a eso, a eso no se puede responder. Froome no lo hizo. Se escudó en Porte y se limitó a jugar con las diferencias. Lo pasó mal. La diferencia era amplia, quizás demasiada incluso para intentarlo, pero esto es ciclismo. El colombiano, ayudado primero por su compatriota Serpa y segundo por su fiel amigo en Movistar Winnier Annacona (ambos marchaban en la fuga), distanciaba a Froome en más de un minuto a falta de tres kilómetros.
El líder marchaba apajarado. Atrás quedaban sus ataques en la Pierre St Martin o en Pra-Loup. Aquel día solo quería llegar y hacerlo de amarillo. Gotas y gotas de sudor derramó por toda la subida, pero finalmente, y tras muchas amarguras lo hizo. Nairo le aventajó en casi 1 minuto y 20 segundos. Formidable actuación pero insuficiente.
El espectáculo, aún sin consecución final, había vuelto a teñir las páginas de la historia del Tour. Alpe d’Huez, la montaña hollywodiense para algunos, había, de nuevo, deparado una de las mejores etapas alpinas de los últimos años. La emoción volvió a convertirse en el baluarte de este deporte. La respiración entrecortada de Froome al cruzar la meta, la pena de Nairo al saber que una vez había quedado a las puertas y las lágrimas de Alejandro al lograr inesperadamente y con valor y arrojo lo que históricamente más deseaba y más se le había escapado: un pódium del Tour. Quizás algunos puedan pensar que el ciclismo no es siempre del todo justo. Pero es lo que tiene la emoción, es tan subjetiva e irracional, que cuando de verdad llega, es imposible controlarla. Solo queda acompañarla, vibrar con ella, y si es sobre ruedas y con unos pedales, disfrutar de una de las maravillas del mundo: el ciclismo.