La justicia. Así acabamos el penúltimo momento del año y así empezamos este último . Ese valor tan subjetivo y añorado que históricamente parece haberse escapado de las manos humanas. Esa cualidad que rara vez se alcanza en su plenitud. Esa sensación tan propia, tan íntima, tanto que es capaz de indignar a unos y congratular a otros. Esa por la que según Vinokourov su pupilo Aru merecía La Vuelta. Ese sentimiento por el que quizás Valverde merecía ya un pódium en el Tour. Acontecidos ambos, no suele ser esa la tónica general. El ciclismo, como la vida, resulta muchas veces injusto. Deja a verdaderos ganadores sumidos en un eterno segundo peldaño (bien lo saben Beloki o Poulidor), frustra a jóvenes nombres ante retos demasiado grandes (y si no ya se encarga la prensa francesa) o incluso relega a un segundo plano a quienes desarrollan sus habilidades lejos de los gustos más comunes de su afición autóctona (cuanto te echamos de menos ahora Flecha).
Injusticias pero realidades. En su caso, solo el paso del tiempo ha servido para reconocer sus méritos. Solo el alejarnos de su éxito nos ha permitido percibir sus logros en toda su amplitud. Una perspectiva general también ayuda a ello. Históricamente, este “desgraciado” número de ciclistas encuentran más allá de sus fronteras el reconocimiento que tardan en llegar dentro de las tierras que le han visto nacer. Perspectiva mundial lo llaman algunos. Mundial. Mundial de Richmond. Peter Sagan, injustamente llamado “sagundón” por algunos miembros del propio pelotón y criticado por su mánager Oleg Tinkoff en varias de sus controvertidas apariciones públicas, pedalea al frente de una Eslovaquia que con tan solo tres corredores es gracias al hombre del Tinkoff uno de los candidatos al triunfo.
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El recorrido contribuye a soñar a un Sagan que más allá de sus caballitos y de su fiel cita con el verde del Tour, cursa un aciago 2015. Etapa en una Tirreno-Adriático en la que acumuló segundos y terceros puestos. Brilló también en California y en Suiza, pero fue incapaz de hacerlo en un Tour donde siempre había alguien más rápido que él. En la Vuelta se impuso en una etapa, y aunque acumuló también “casis”, no fue esto lo que le provocaría el abandono, sino el ser derribado por una moto camino de Murcia. Así, cabreado con esos centímetros que siempre le robaban la sonrisa en meta, se presentó en Richmond.
Su nombre, como casi siempre, estaba en todas las quinielas por la victoria. Como casi siempre también, otros muchos por delante, otros quizás más afortunados, con la justicia de su lado. Más tapado que nunca apenas apareció en las casi siete horas que duró la prueba. Escondido, ni siquiera rozando ese segundo lugar en el que tanto tiempo venía habitando. Invisible, así hasta esa última ascensión. Adoquín en el suelo, calzada estrecha e inclinación hacia el cielo. Terreno propicio. Un Flandes en Canadá, un reducto para sus piernas, una oportunidad para brillar, para aparecer como el arcoiris tras la lluvia, para triunfar tras los segundos puestos.
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Con eso en menté bailó Sagan. Bailó sobre los adoquines y bailó más rápido que nadie. Pedaleó más fuerte, fue más listo. Atrás quedaron un Van Avermaet que no fue capaz de seguir su rueda y un Degenkolb que no supo estar a la altura de lo que se esperaba de él. Nadie le seguía. Un pelotón tirado por la Rusia de Kristoff era el único escollo para que su sonrisa volviera a reinar. En verdad nunca se había ido. Siempre había sido el mismo joven risueño y que vive apasionado su trabajo, su medio de vida, su afición más alocada.
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Sagan arriesgó y en una maniobra sencillamente inmejorable regaló a todos los aficionados los mejores cinco kilómetros finales que se recuerdan en los últimos años de los Mundiales. Ataque seco y descenso temerario. Lo hizo todo bien. Por fin lo hizo.
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Nadie fue ni más rápido ni más listo. Nadie consiguió relegarle a ese segundo puesto al que parecía anclado. Nadie le borró ya la sonrisa. Nadie le impidió ser el arcoiris tras la tormenta.