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Ciclismo ProfesionalDestacadoVuelta a España

Aru y sus caballeros reinan en Plaza ajena

Jesús Guevara
Jesús Guevara 12/09/2015
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15 Min Read
El Pelotón Aru y sus caballeros reinan en Plaza ajena
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Ciclismo. Perfecto para dormir dicen unos. Con más jeringuillas que agallas dicen otros. Sin más misterio que el de saber medir gramos de sustancias dopantes. Sin mayor complicación que la de una simple suma de números. Sin más complejidad que la de guiar los esfuerzos por los datos recogidos en un tecnológico ciclocomputador que lleva camino de convertirse en el guionista de cualquier etapa, de cualquier clásica, de cualquier vuelta. Eso es ciclismo para algunos. Eso es ciclismo para los que hoy no hayan visto la vigésima etapa de la Vuelta a España.

Una edición marcada por los ataques de pancarta, por los muros imposibles y por la tardía llegada de una contrarreloj, la de Burgos, que todo junto, habían hecho de esta carrera una de las más monótonas e insufribles del calendario. La Vuelta a España parecía ser el perfecto manual, la mejor enciclopedia, la prueba fehaciente más absoluta para todos aquellos que día tras día critican el ciclismo . Un recorrido salpicado de finales en alto, cortos y empinados, y sin encadenados que invitaran a ataques de verdad (salvo la etapa de Andorra) parecía dar al traste con la creciente tendencia evolutiva de esta carrera en los últimos años. Al menos ese fue el discurso de, sino todos, si de la mayoría de entendidos y aficionados a este deporte. Al menos ese fue el discurso hasta Burgos. 38 kilómetros contra el crono bastaron para establecer la general de tal forma que los ataques ya no se tenían que buscar, simplemente tenían que llegar. La etapa de Riaza fue un simple preludio, como esos tráiler que ya hacen pensar en la calidad del largometraje. Ávila fue un calentamiento. Y hoy en Guadarrama se jugó el partido definitivo.

Hoy se vio ciclismo. Ese que no es para dormir, ese que es para soñar. Para soñar en etapas como las de hoy, como las de Fuente Dé 2012, Alpe d´Huez 2011 o Pajares 2005. Horas y horas frente a una pantalla que hoy, más que nunca parecían volar casi sin querer. Hoy, por fin, se vio ciclismo. Hoy es de esos días en los que quienes amamos este deporte, no tendremos que divagar ni rememorar viejos tiempos para poder explicar lo maravilloso que el ciclismo a todos esos que solo lo conciben como la melodía perfecta para dormir.

La etapa salió rápida. Muchos intentos de fuga y muchos equipos queriendo formar parte de ella. El hecho de que Cotos fuera el último puerto de la jornada, invitaba a los ataques lejanos, y eso lo sabían los corredores y lo sabíamos todos. Diez hombres abrieron hueco antes del inicio de Navacerrada. Entre ellos Dani Navarro, Rubén Plaza o José Gonçalves. Era el penúltimo día de carrera y ya no valían las medias tintas, ni las medias piernas. Los elegidos debían ser puras razas, nada de príncipes mestizos. Por detrás, un numeroso grupo de contraataque. Más de 25 corredores y muchos hombres importantes. Casi todos los equipos estaban representados: Rojas, Visconti, Amador y Ventoso por Movistar, Luis León y Zeits por Astana, Losada y Vorganov por Katusha. Pero nadie de Giant-Alpecin. Ahí la primera clave. El equipo del líder decidía arropar a su líder en el pelotón y no colocar a nadie en la fuga.

Así comenzó Navacerrada. Esa subida archiconocida pero que siempre ve como dignas sorpresas ven pasar sobre su cima. Lo hizo Perico en 1985 tras ascender Cotos y hoy, por qué no, podría repetirse. El primer paso por su cima, a 1880 m, no trajo más emoción que la de saber quién pasaría primero por su cima. Lo hizo Gonçalves. El portugués, enorme en esta Vuelta, pasó aventajado y soltando de rueda a sus nueve compañeros de aventura. Algunos porque no pudieron seguirle, otros como Rubén Plaza porque fueron más inteligentes que el hombre del Caja Rural.

Por imposible que pareciese, los diez de cabeza podían más que los veinticinco perseguidores. La diferencia iba aumentando, y lo haría aún más en el descenso. El pelotón guardaba calma. Sigiloso y atenazado. Sin más sonido que el de los cambios, cadenas y piñones. Todos conscientes de que hoy podía ser el mejor día de la vida de alguno o el peor de otros. Así coronaban Navacerrada. Así descendían Cotos. Y así llegaban a Rascafría.

En las empedradas calles de la localidad madrileña empezaba el primer ascenso a Morcuera. Ese coloso de Guadarrama ensombrecido siempre por la monumentalidad de la Bola del Mundo y el nombre de Navacerrada. La primera subida sirvió de poco, o al menos eso parecía. Eso parecía cuando el grupo perseguidor se acercaba peligrosamente a una cabeza de carrera cada vez menos entendida. Eso parecía hasta que arrancó Ruben Plaza. De manera suicida a 120 de meta, de manera poderosa como ya hizo en Gap este año. Nadie le siguió, bien por fuerzas, bien por ganas, o bien porque simplemente parecía un disparo al pie.

Sin mirar atrás, el alicantino coronó primero Morcuera, con casi dos minutos de ventaja. Empezó así la primera batalla del día. La primera de todas las que vendrían. Plaza contra el mundo y parecía ganar Plaza. Por delante un terreno pestoso y con las ascensiones no puntuables de Cerro Peñote y Cerro San Pedro, antes de la doble ascensión a Morcuera, esta vez por Miraflores, y Cotos. El plato grande parecía ser el mejor amigo de un hombre que corría con el hambre de quien se sabía superior, con la tranquilidad de quien ya había ganado en el Tour.

La diferencia entre Plaza y el gran grupo perseguidor bailaba siempre entre el minuto y medio y los dos minutos. Demasiado para llegar a la rueda del de Lampre en un ataque, demasiado poco para que el de Ibi soñara ya con una victoria cuando aún restaban 65 kilómetros por delante. Así comenzaba el segundo paso por Morcuera. El puerto señalado y marcado por todos para ser el juez de esta Vuelta 2015. Todos los ingredientes estaban en el escenario deseado. Movistar y Astaná con hombres por delante y Dumoulin pegado a la rueda de un Aru.

Cataldo tiraba del pelotón y enfilaba las ruedas de aquellos que a duras penas seguían su ritmo. Esa fue la tónica en los primeros kilómetros de ascensión. Esa fue la tónica pero faltaba la ginebra. El licor del placer que hoy tenía que llegar. Hoy porque ya no podía retrasarse más. Hoy porque estaba llamado a endulzar una carrera sosa y previsible hasta hoy. Hasta que Landa arrancaba la moto. El vasco hablaba con Aru. El italiano asentía con la cabeza y empezaba el festival. La aceleración fue brutal, sencillamente durísima. Solo Majka y Quintana seguían el ritmo de los Astana. El líder sufría. Lo hacía ahora sin calculadora. Sin regular esfuerzos. Simplemente porque no podía más. Porque su ilusión, sus ganas y su juventud no podían ante la grandeza de una jornada llamada a pasar a la historia. A su rueda se mantenían Purito, Valverde, Nieve y un Landa que se había descolgado ante el ritmo infernal de Aru.

Tres por delante y cinco por detrás. Dumoulin podía tener demasiados aliados. O eso fue lo que pensó Landa. Un Landa sobrehumano. Arrancó con todo y con dos. Con Purito y Nieve. Valverde reventaba definitivamente y Dumoulin daba visos de que llevaba el mismo camino. La mirada del holandés ya no enfocaba hacia delante. Continuamente giraba la cabeza, como queriendo buscar compañeros donde sabía de sobra que ya no los habría. Por delante tampoco había nadie. Estaba solo. Solo coronaba Morcuera y sólo le quedaba arriesgar.

En la cima perdía 15 segundos y el descenso podía ser clave. Cada curva era una oportunidad para cerrar el hueco que las rampas de la otra vertiente habían abierto. Lo tuvo cerca. A 10 segundos. A un suspiro. Pero no. Llegaron Luisle y Zeits, y ese fue el fín. Cuatro Astanas por delante y un Dumoulin que a ratos recibía la ayuda infructuosa de Mikel Nieve. El coche de Giant llegaba a la altura del maillot rojo, y ahí el destino ya estaba escrito. El ritmo de Luisle era demasiado para un holandés que ya ni siquiera veía a aquellos que habían osado a desafiarle. Y lo peor es que aún quedaba mucha etapa. 45 kilómetros concretamente.

Los minutos caían como losas sobre Dumoulin. El mensaje hundía sus piernas y hacía elevar el ánimo de un Aru que parecía subir Cotos con una mueca sonriente a pesar del esfuerzo. El rojo parecía estar ya en sus espaldas y la emoción se posaba ahora sobre la cruel idea de que el bueno de Tom pudiera perder también el pódium. El mundo es cruel y el ciclismo hoy también lo fue. El del Giant-Alpecin estaba solo. Sin nadie que le relevara y con una mente, joven y para nada acostumbrada a este tipo de situaces. Pedaleaba en el vacío más absoluto. En la oscuridad de saber que todo ya se había escapado, y que, aun así, debía seguir.

Cotos empezaba y sigiloso y sin hacer ruido, Rubén Plaza marchaba solo, cabalgando sin prisa pero sin pausa y siempre con su inseparable plato grande. Por detrás se sucedían las intentonas de darle caza, pero todas poco factibles. El de Ibi marchaba infatigable y sin ni siquiera intuir que su aventura sería un capítulo importante de una de las etapas más recordadas de la historia reciente del ciclismo. Por si todo lo dicho fuera poco y ya con Dumoulin fuera del pódium, Quintana decidió jugar a ciclistas. Arrancó en las rampas más duras de Cotos y lo hizo con Majka a su rueda. Lo que era una lucha entre ellos, acabó convirtiéndose en una coalición de ambos para intentar hundir a un Purito que no parecía pasar sus mejores momentos.

La diferencia entre ambos grupos pronto se disparó al medio minuto. Purito tiraba como un poseso por detrás, mientras Quintana y Majka se apoyaban en los compañeros que habían formado parte de la fuga del día y marchaban por delante. Los nervios aumentaban a la vez que la desventaja del catalán alcanzaba los 45 segundos al paso por la cima de Cotos. A partir de ahí un llano de ocho kilómetros y el posterior descenso hacia Cercedilla de la vertiente madrileña de Navacerrada.

Purito encontraba a Losada y se agarraba a él como un clavo ardiendo. Tiraban ambos. Y lo hacían con la única premisa de hacerlo a tope. De la misma forma lo hacían por delante Nairo y Majka. De la misma forma lo llevaba haciendo 120 kilómetros Rubén Plaza. Su victoria era ya un hecho. Su cabalgada formaba ya parte de la historia viva de la Vuelta Ciclista a España. Su grito de rabia al entrar triunfante en Cercedilla también. Lo que cualquier otro día le hubiera servido para ser el protagonista principal de la jornada, hoy le hacía ser telonero de gala. Telonero porque lo bordó. Telonero porque tras él vendría lo apoteósico.

Majka entró esprintando y a su rueda Quintana. Con las dos piernas en los pedales y los ojos en el cronómetro. El reloj corría pero no lo suficiente. No bastó. No sirvió. Purito fue segundo, Majka fue tercero y Quintana cuarto. Todos, en su medida, fueron felices. Pero todos, menos que Aru. El italiano gritó al entrar en meta. Lloró, se abrazó a sus compañeros y sonrió. Sonrió como el niño que es, como el niño que hoy cumplía un sueño. Como el niño que hoy partía con la idea de emular a Contador. Como el niño que él solito, ha hecho grande esta Vuelta. Porque esto, sí es ciclismo.

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