Con la llegada de los Pirineos, con la llegada de Tourmalet, con una exhibición como la de Froome, es poco menos que imposible que recordar las hazañas de antaño, aquellas en las que Eddy Merckx, Bernard Hinault o Miguel Indurain realizaron en sus «años mozos». Lógicamente, quedarse con alguno de los tres nombres citados sería poco menos que imposible, aunque «El Canibal» Merckx está claro que por conquistas no tiene parangón, aunque si nos vamos al Tour, después de todo lo que sucedió con Armstrong, los libros de historia siguen señalando al navarro como él único ciclistas en conseguir por cinco veces consecutiva llegar a lo más alto de París. Por cierto, que Miguelón pasará a sumar un año más este 16 de julio.
Hasta donde llega mi memoria, las gestas del que un verano de 1964 vio salir al mundo en la localidad navarra de Villava, es de los primeros recuerdos que tengo, yo apenas levantaba un metro del suelo cuando las tardes del caluroso verano salmantino se combatían pasándolas en un salón “fresquito” y delante del televisor apoyando al campeón español para que siguiera sumando Tours a su palmarés. Yo, como es lógico no era muy consciente de quien era ese Señor que iba siempre de amarillo y que casi siempre ganaba a los demás. Ni por qué tenía entre mis manos unas chapas con las caras de ciclistas y siempre quería que la que llevaba la cara de ese Señor ganara. Tampoco sabía muy bien por qué en la habitación donde dormía no tenía mas que posters suyos y de Perico Delgado (tener un tío que trabajaba en Banesto me ayudó después a entender esa colección de papeles pegados a la pared de los corredores de ese mismo equipo). Pero lo que si veía era la emoción y el sentimiento que transmitía y producía en la gente que tenía alrededor. Todo el mundo quería que ese Señor ganara. Todo el mundo se concentraba delante del televisor en las tardes de Julio para animar a ese Señor. Todo el mundo estaba contento si ese Señor estaba contento, y estaban tristes si ese Señor estaba triste.
Muchos años después, ya uno sabe perfectamente quien y que representa la figura de Miguel en este país. Siempre que se habla del mejor deportista español de todos los tiempos, Induráin es uno de los fijos y motivos acredita para ello. Pero, ¿Qué hubiera pasado si un 19 de Julio de 1991 no hubiera tenido las agallas de atacar bajando el Tourmalet cuando todavía quedaban más de 50 kilómetros para la línea de meta?
Como digo, Miguel decidió vestirse de amarillo ese día, un amarillo que no iba a abandonar durante los siguientes cinco años. Apenas, 5 días antes, el 14 de Julio, como buen pamplonica había decidido despedirse de “sus” San Fermines brindándole al Santo la victoria en la crono de 73 kilómetros de Alençon (y los de ahora se quejan cuando se programan cronos que se acercan a los 50). Pero no fue hasta este 19 cuando se enfundó por fin el maillot con más caché del ciclismo. Recién cumplidos los 27 años Miguel llegaba el día antes, junto con el resto del pelotón muy cerquita de su casa. La organización del Tour había marcado como lugar de llegada y salida la localidad de Huesca, Jaca.
Llegó el Día D. Y un corredor sobre el que se tenían puestas muchísimas esperanzas (ya a estas alturas había conseguido 2 Paris-Niza, etapas en Tour, la Clásica de San Sebastián, entre otras) se levantó ese día pensado “¡Hoy la preparo!”. Lo que estoy seguro, es que su imaginación no le daba para alcanzar a suponer las cotas que iba a alcanzar con ese pensamiento.
Salida en Jaca y jornada pirenaica de la de que hace que se duerma el culo en el sofá. 232 kilómetros por delante y con un cartel de lo más suculento, nada más y nada menos que Pourtalet, Aubisque, Tourmalet, Aspin y Val Louron. ¡Casi na’! El líder de la carrera era el francés Luc LeBlanc, aunque el verdadero capo era el americano Greg LeMond, de hecho a la salida de Jaca todo hacía pensar que al final del día LeMond recuperaría el amarillo que había “cedido” temporalmente el día anterior. Lo que no sabía es que un vendaval navarro iba a golpear con fuerza ya en ese día. Nadie contaba con el tapado del Banesto que se encontraba a 4:44 en la general.
El pelotón salió de tierras españolas en busca de Val Louron. El ritmo que se llevó fue de miedo. Pourtalet y Aubisque se ascendieron como quien va de paseo por la meseta castellana. Pero llegamos al plato fuerte. Se ascendía el puerto pirenaico por excelencia del tour de Francia, uno de los grandes colosos de la historia del ciclismo, y ahí, justo ahí, fue donde nuestro Miguel decidió empezar a escribir la suya. Se subía el puerto, Perico cedía. Ya lo había avisado Echavarri que su apuesta era el navarro, pero la gran mayoría pensaron que igual se había dado un golpe muy fuerte en la cabeza antes de que empezara ese Tour. ¿Quién mejor que él para saber lo que se traía entre manos? Javier Mínguez en la ascensión se acercó a Induráin para decirle que veía a LeBlanc y LeMond pasándolo mal, tras hablar con él y ver las sensaciones que le trasmitió su corredor fue cuando pronunció la celebre frase a Echevarri: “Tranquilo, éste va como Dios”.
Y auténticamente, lo que estaba a punto de realizar, solo era cosa al alcance de muy pocos humanos. Coronaron el Tourmalet y en el sitio donde otros ya no pueden más, donde todo hace pensar que lo mejor es descansar, él decidió que era el momento de atacar. Ese no solo fue el ataque de ese Tour, si no el ataque del lustro que seguiría a ese momento. Miguel había llegado para no marchar. Me imagino a LeMond, Fignon o Bugno pensando “¿pero dónde irá este chaval?”, igual el único de los que se encontraban en ese ya selecto grupo que se dijo para sí mismo “¡Este chico sabe lo que hace, éste es de los míos!” fue Eduardo Chozas.
Por delante todavía más de 50 kilómetros hasta la meta. Una auténtica locura. Algo impensable en el ciclismo actual. Algo que tantas veces pasaba antes y que ahora nos volvemos locos cuando sucede. Algo que realmente hacía que la gente se enganchara a este deporte. Emoción a raudales, héroes de verdad, que un día se marcaban la gesta de atacar desde salida y al día siguiente sufrían un “pajarón” que les hacía perder más de 7 minutos en meta. Ese día el de la gesta fue Miguel, y el del “pajarón” fue LeMond.
Apenas unos kilómetros después de que saltara el nuestro, otro gran campeón italiano como Claudio Chiapucci, vio que en ese ataque había más que una etapa o una general. Había una Leyenda. Había Historia. Y él quería quedar también grabado en ese momento. Terminando el descenso, Miguel aconsejado por sus directores decidió esperar por el italiano. Y que gran compañía encontró en él, un gran compañero de viaje. De ahí a Val Louron fueron “Juntos, café para dos, fumándose el Aspin a medias”. Por detrás no había nadie que pudiera echarles mano. Realmente nada había que hacer. Los astros se habían puesto de acuerdo 27 años atrás para que de un pueblecito de Navarra saliera un monstruo devorador de kilómetros en bicicleta y que el momento de su eclosión fuera justamente ese día. Induráin y Chiapucci volaron por los Pirineos. Aspin y Val Louron apenas se enteraron de que habían pasado por allí. Hicieron poco ruido y muchas nueces.
Llegaron a la meta. El español agradeció el trabajo realizado al italiano permitiendo que levantara los brazos a la llegada a meta. Bugno llegó tercero a minuto y medio, Fignon se dejó casi 3 minutos y a LeMond que no se le veía aparecer acabó cediendo más de 7 minutos.
Mientras tanto un chico del Banesto se subía al Pódium, le vestían de amarillo y se veía “guapo” con él. Dicen que las modas son caducas. En su caso fue algo perenne, vamos, fue todo lo perenne que el quiso, y quiso que fueran 5 años. Hasta que se aburrió y dijo a otra cosa mariposa. Pero eso, eso ya es otra historia.