El Giro echa una mirada atrás y recupera en este 2015 una llegada como la de Madonna di Campiglio, para muchos maldita tras su inclusión en 1999 y comprobar posteriormente todo lo que sucedió allí en apenas 24 horas. Como una mirada adulta penetrante se volvía infantil y desangelada. Como las miradas de tantos y tantos aficionados se volvían borrosas por las lágrimas que las cubrían. Como las miradas ensangrentadas de muchos vendedores de humo se enviciaban al ver tanta mierda que llevarse a la boca. Tantas miradas entonces, y hoy solo un recuerdo.
4 de junio de 1999. El Giro de Italia toca a su fin. 3 días por delante hasta llegar a Milán, y la primera cita está reservada a una nueva ascensión que se estrena al mundo ese año en la prueba transalpina, la que es para los más entendidos, la más bonita y apasionante carrera ciclista de todas las que existen. La prueba llega a este antepenúltimo día prácticamente sentenciada, por no decir sentenciada del todo, y es que el calvito de perilla del Mercatone Uno no ha encontrado rival. Tres victorias de etapa se ha llevado El Pirata ya a su percha, la última bien reciente, hacía unas horas en la cima de Alpe di Pampeago.
Pero los Dolomitas continuaban y el hambre de Marco era insaciable. Estaba muy por encima de aquel que deslumbró al mundo el año anterior logrando la gesta de unir victorias en Giro y Tour. Cualquiera podría pensar que con conservar lo que se tenía podría valer, pero a Pantani los conservacionismos no le iban para nada. Y en la subida a la Madonna di Campiglio, no fue menos.
Volvió a volar El Pirata. Volvió a lucir el Rosa para llevarlo a lo más alto, en una florida tarde soleada de una primavera en ciernes que estaba encumbrando al que para muchos podría estar ya convirtiéndose en el mejor escalador de la historia. Cruzaba la meta con la calva resplandeciendo cual corona dorada de un ángel, sin levantar los brazos porque ya había levantado sus alas y con la mirada perdida en el horizonte, como queriendo quitar mérito a lo que acaba de lograr.
Todos los que allí vitoreaban al campeonísimo italiano no sabían que aquel iba a ser el último gran día de El Pirata. Su última gran batalla. El último gran botín de uno de los más grandes saqueadores de montañas. Y es que en Madonna di Campiglio, El Pirata comenzó su paseo hacia la popa de su barco, desde la que se lanzaría con una bola de cañón anclada a sus pies hacia el abismo, y todo eso sin que nadie se diese ninguna cuenta.
Las gestas de Marco habían obnubilado al mundo. Los tifosis de Pantani se contaban por miles fuera de Italia. El pañuelo en la cabeza, el aro en la oreja y la perilla eran ya una seña de identidad para muchos. Una imagen a la que seguir o un espejo en el que mirarse. Un espejo resquebrajado el 5 de junio de ese fatídico 1999.
Con el eco de lo acontecido la jornada previa, Madonna di Campiglio amanecía nublada y taciturna. Nada recordaba al esplendido día soleado que había azotado ese mismo lugar el día anterior. Mientras en una habitación de un hotel, un chico de 29 años se lamentaba. No daba crédito a lo que le estaban contando. No podía ir con él aquella historia macabra. Altos niveles de hematocrito en sangre. EPO. Dopaje. Ni siquiera su cabeza alcanzaba a entender aquellos conceptos y términos tan específicos. Él solo sabía de disfrutar encima de la bicicleta. De levantar pasiones allá por donde él cruzaba. De derrochar todo su esfuerzo en forma de pedaladas en busca de la cima que más le pudiera acercar al cielo y perder allí su mirada.
Nunca ese 1,72 de estatura y esos 59 kilos de peso habían parecido tan frágiles. Marco Pantani en ese momento se asomaba a la ventana y veía como una nube tapaba el Sol. Marco Pantani miraba al frente y perdía su mirada en el horizonte, como queriendo borrar de su cabeza todo lo que allí estaba sucediendo. Marco Pantani veía como su carrera y su vida se apagaban.
El escándalo saltaba en el Giro. El líder era un tramposo. Le habían pillado y debía ser sacrificado. La gloria del Rosa se volvía Roja de sangre. La sangre adulterada a la que muchos señalaban y la sangre con la que muchos vampiros se relamían al verla salpicar de nuevo un deporte que tanto estaba sufría en esos momentos. Lo que no sabían esos hijos de la luna, es que aquellos ríos de sangre que llenaban hojas y hojas de periódicos que se vendían como churros, eran las últimas gotas de aquel que se iba a convertir en Leyenda.
Marco unos años después nos abandonaría cansado de tanto suplicio, de tanto caer y caer hacia el abismo con unos pies encadenados a una bola de cañón llamada dopaje de la que jamás volvería a soltarse. Pero todo, absolutamente todo acabó y arrancó en aquel 4 de junio de 1999 en Madonna di Campiglio. 16 años después el Giro vuelve a su encuentro con la nostalgia y el único recuerdo en los aficionados de aquel que un día lo dejó todo en su ascensión, y con una mirada perdida desde el cielo, como queriendo restar importancia a aquellos que quieran repetir lo que ya consiguió el que ya es un Mito.